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DERECHO, JUSTICIA Y VIOLENCIA. 1968.


Derecho, justicia y violencia. 
Por Eduardo NOVOA MONREAL.

[Artículo publicado en la Revista Mensaje número 174, Santiago de Chile, noviembre de 1968]

La humanidad entera vive una etapa crítica de su historia. La revolución científica y tecnológica, la explosión demográfica, el desarrollo de los medios de comunicación, transporte y difu­sión, la desigualdad económica cada día mayor entre las super­potencias industriales y los demás pueblos, la mayor injerencia de los jóvenes en la política y movimientos de opinión, la se­gregación de importantes grupos humanos y, especialmente, la irrupción de vastos sectores obreros y campesinos que, cons­cientes de sus derechos, reclaman cambios profundos en las estructuras y organización sociales, han ido creando las condicio­nes de una aguda tensión social, no solamente dentro de los diversos países, sino también entre naciones o grupos de nacio­nes. Muchos piensan, con razón, que un cruel sistema de explo­tación está instalado y se extiende por el mundo. Hay países que succionan las riquezas de otros países más indefensos, y hay algunos hombres que expolian a multitud de otros hombres económicamente más débiles.

   Frente a esta realidad, se enfrentan dos apreciaciones dife­rentes de la situación: la de los que gozan de las ventajas del "status" vigente y la de los que soportan las injusticias que de él derivan.

   Para los primeros, lo que interesa es el "orden establecido" y la "paz social". Bajo su amparo disfrutan de una situación privilegiada, bien distinta de la que toca a la inmensa mayoría de los demás. Todo lo que pueda trastornar tal "orden" o alterar la "paz" es calificado por ellos como un acto criminal, movido por la envidia de los que no han sido capaces de triunfar dentro del sistema social vigente o de los que no han tenido perseverancia en el trabajo o sobriedad de vida, dentro de un régimen en que la libertad e igualdad de posibilidades permitiría alcanzar éxito a cualquiera que seriamente lo persiguiera. Naturalmente, este éxito debe ser entendido –dentro de las bases del sistema– como una gran acumulación de bienes materiales.

   Los segundos cuestionan las estructuras sociales mismas. En su opinión, la libertad que éstas conceden solamente puede ser aprovechada por el poderoso para enriquecerse más y para acentuar el sojuzgamiento de los explotados. De ahí que la igualdad de posibilidades sea falsa en los hechos. La desventaja en que queda la enorme mayoría de los desfavorecidos se ex­tiende a todo el ámbito del desarrollo humano y no solamente a la situación económica. En salud, educación, cultura, vida fa­miliar y demás condiciones que permiten el despliegue de las posibilidades del hombre, la diferencia es muy grande y se consolida cada vez más.

VIOLENCIA VERSUS VÍA ELECTORAL

Todo interesado en mantener el "status" social reprueba el empleo de la violencia como medio para lograr cambios o refor­mas sociales. Cuando manifiesta sustentar principios democrá­ticos, ofrece una vía expedita a la que podrían recurrir lícita­mente los ansiosos de renovación: la vía electoral. Si es cierto que los que quieren cambios en la organización social forman mayoría –dicen– tienen expedito un procedimiento legal para lograrlos, a través de la elección de gobernantes y representan­tes populares dispuestos a llevarlos a cabo.

   La posición pareciera impecable y de una elegancia propia del más refinado espíritu cívico. Hay una regla de juego abierta ii todos, y a ella es preciso que todos se sometan. Mediante ella puede alcanzarse cualquier cambio social, siempre que se com­pruebe realmente, conforme a procedimientos pacíficos y reglados por la ley, y que dan garantías a todos por igual, que hay una mayoría que quiere tales cambios.

   La violencia contra el régimen político, contra el sistema económico o contra la organización social es, para estas personas, mi medio ilícito, atentatorio contra la expresión de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos; por consiguiente, las leyes deben perseguirla y sancionarla severamente.

   En la legislación nacional estas ideas tienen plena cabida. La Ley de Seguridad Interior del Estado del año 1958 desarrolla los preceptos del antiguo Código Penal, más escuetos y sobrios, prohibiendo no solamente las acciones violentas que tiendan al trastorno institucional, sino aun las manifestaciones de ideas que puedan ser tenidas como manera de difundir, defender o alabar doctrinas, sistemas o métodos que tiendan a lograr cambios o reformas políticas, económicas o sociales por medio de la vio­lencia. Tan enérgica es la censura que la ley formula en contra de la violencia política o social, que la asimila al crimen, que es la más grave de las categorías delictuosos previstas en la ley.

   El propósito del legislador aparece claro: un régimen jurídi­co basado en los principios republicanos y democráticos repre­sentativos repugna que alguien pretenda alterar el sistema sin someterse a los medios que tal régimen preconiza como los únicos válidos, o sea, las decisiones mayoritarias adoptadas por representantes populares elegidos conforme a un sistema elec­toral de representación proporcional de opiniones y partidos.

LA SINCERIDAD DEMOCRÁTICA

Los impugnadores de la organización política, social y eco­nómica que nos rige manifiestan desconfianza, y a veces hasta rechazo absoluto, por la vía electoral. Y esgrimen varias razo­nes, entre ellas, la de que la organización existente cuenta con resortes ocultos que impiden que se haga realidad por vías legales la transformación profunda que es necesaria. La igno­rancia y la enajenación en que son mantenidos extensos secto­res del pueblo, que les impiden tomar cabal conciencia de su situación y de la manera de superarla; la organizada labor de condicionamiento psicológico y de propaganda que se lleva a cabo por medios masivos de publicidad a favor del sistema; el ofreci­miento de pequeños beneficios inmediatos que tienden a con­quistar engañosamente voluntades para mantener el sojuzgamiento de los desposeídos, y una estructura legal cuidadosamen­te armada y dispuesta para inmovilizar cualquier tentativa de auténticos cambios, figuran ciertamente entre ellos. Pero fundamentalmente se afirma que las elecciones democráticas, como vía posible, son un mito que los hechos se encargan de poner al descubierto como tal. En efecto, cada vez que las fuerzas popu­lares resueltas a una transformación de las estructuras sociales llegan al poder usando las vías legales, los mismos que procla­man fervorosamente las ventajas y libertades del régimen de­mocrático, se valen de procedimientos no legales para desconocer la voluntad popular mayoritaria. Y para no andarse con largos rodeos o recurrir a eufemismos, espetan de inmediato los casos, entre muchos otros que podrían mencionarse, de Juan Bosch en Santo Domingo y de Joao Goulart en Brasil, no sin agregar que ambos estaban bien distantes de constituir gobiernos verdadera­mente revolucionarios, con un claro propósito de cambios radi­cales y profundos.

   Agregan, además, que aun en Chile, durante las dos últimas elecciones presidenciales se  especuló bastante con las conse­cuencias que para el país podría tener el triunfo de un candidato de izquierda, haciéndose insinuaciones sobre la posibilidad de intervención armada de otros países, especialmente de los Es­tados Unidos, precisamente por los que pregonan la exclusiva utilización de las vías electorales.

   Está claro, en consecuencia, que desde esta posición se cuestiona no solamente la justicia del régimen político, económico y social que rige en el país, sino también la sinceridad de los principios que proponen los sostenedores de éste.

DICTERIOS ANTIRREVOLUCIONARIOS

Es inevitable que los disconformes con las estructuras so­ciales vigentes que así plantean su posición miren a la vía insurreccional como una de las que podrían ser utilizadas para establecer otro régimen que procure más justicia y bienestar a todos los hombres. Si los caminos legales aparecen cerrados para la sustitución efectiva del régimen existente, y éste tiene caracteres que hacen de él un sistema privilegiado, que benefi­cia a unos pocos y olvida a los demás, sin permitir sinceramente su modificación, según esta apreciación, ha de lograrse la finalidad perseguida por caminos extralegales.

   Con ello caen bajo la áspera censura que los sostenedores del orden establecido reservan a los que propician la "violencia" como procedimiento político. El prestigio de que goza el antó­nimo "paz", contribuye a acentuar el contenido peyorativo de esta violencia, reprobada con los peores dicterios. Los partidarios del empleo de la fuerza para salir de la situación existente pasan, de esta manera, a ser tenidos por verdaderos bandoleros o forajidos.

TAMBIÉN EL DERECHO UTILIZA LA FUERZA

Para examinar el tema debatido con arreglo a principios jurídicos es preciso profundizar un tanto el plano en que lo sitúan los polemistas, a fin de buscar sus raíces en la noción misma de Derecho.

   El Derecho puede ser conceptuado como un conjunto de normas de conducta destinado a reglar el comportamiento de los hombres que forman una sociedad política, tanto en lo que mira a las relaciones de los hombres entre sí, como a la consti­tución de una autoridad que rija esa sociedad para su bien común y a las facultades que esa autoridad tiene frente a los goberna­dos.

   El sentido del Derecho es ser un imperativo necesario para la vida social y él tiene como característica propia la de que puede ser cumplido bajo apercibimiento de coacción, vale decir, de empleo de la fuerza en contra de quien resista o se oponga a sus mandatos. Por ello el Derecho lleva anexa la coactividad, pues es posible hacerlo valer, en caso de inobservancia, me­diante la fuerza.

   Es la autoridad pública la encargada de hacer respetar la legislación positiva concreta que una sociedad se da como sis­tema jurídico, y para ello cuenta con la colaboración de gente armada, encargada de imponerse con fuerza física a los que intenten eludir o violar sus reglas. En términos jurídicos, esa gente armada que sostiene coactivamente los preceptos legales se denomina "fuerza pública".

   No es necesario que cada regla legal sea impuesta por la fuerza (muchas de ellas son cumplidas espontáneamente), pero el sistema legal íntegro está asentado en la posibilidad real de aplicar la fuerza física para obtener su cumplimiento, aun cuando esa aplicación de fuerza no necesite siempre traducirse en hechos concretos y permanezca muchas veces como una potencialidad virtual o latente.

   Es esta coactividad, potencial mientras vigila, y hecha reali­dad cuando fuerza al desobediente, una característica que dis­tingue al Derecho de la moral y de las normas de buena educa­ción, por ejemplo, las cuales constituyen también preceptos des­tinados a regir la conducta de los hombres, pero que no están sancionados mediante fuerza.

   Como el Derecho es esencial a toda sociedad políticamente organizada, lo anterior significa que la vida social conlleva una utilización de la fuerza dentro de su vida normal y ordinaria. Pero este empleo social de la fuerza se justifica asegurando que ella tiene por finalidad obtener la aplicación de preceptos lega­les que serían expresión de una voluntad legislativa justa.

   Podemos agregar que la fuerza a que aludimos no difiere de la violencia, en el sentido en que ella podría ser utilizada en actividades insurreccionales, desde el punto de vista de la forma como es aplicada, aun cuando sean diferentes según su origen y según las cubra o no la legalidad vigente. Esto lo afirmamos de una manera general y desde el punto de vista que interesa al tema que se desarrolla, pues desde el punto de vista semántico, hay en ambas palabras algunos matices distintos.

VIOLENCIA AMBIVALENTE

De lo antes expuesto podemos extraer dos conclusiones importantes, que son: 1º que hay utilización de la fuerza para mantener el sistema legal que apoya toda la organización y estructura de la sociedad en que vivimos; 2º que esa fuerza se justifica porque el sistema legal sería expresión de una organi­zación social basada en la justicia.

En cuanto al primer punto, hemos de convenir, como una consecuencia necesaria, que el empleo de la fuerza no es algo intrínsecamente reprobable, sino que tiene un carácter ambiva­lente: si se aplica en pro de la justicia es jurídica y moralmente buena; solamente cuando la conculca es inicua. De aquí que todo juicio peyorativo por la aplicación de la fuerza, o lo que es lo mismo, de violencia, peca de olvido y de precipitación. De olvido, porque el "orden establecido" se apoya también en la fuerza (a tal punto que cuenta para su sostenimiento con "fuerzas ar­madas"). De precipitación, porque no cabe censurar la violencia o la fuerza mientras no se dilucide la finalidad con que se aplican.

   En lo referente al segundo punto, claramente se advierte que todo el problema de la calidad positiva o negativa del empleo de la violencia, que sirve para propugnarla o reprobarla, se trasla­da, en último término, a la dilucidación de la decisiva cuestión de si el régimen político, social o económico en que se vive es justo o es injusto. Si el régimen es justo, la fuerza (o violencia, que utilizamos aquí como sinónimos) que se aplica para mantenerlo no será susceptible de reparo alguno y sí lo será la fuerza que tienda a subvertirlo. Y si el régimen es injusto, la solución será exactamente la inversa.



ALGO DE FILOSOFÍA CRISTIANA

Como no es propósito de estas líneas entrar al enjuicia­miento de los regímenes existentes, no ahondaremos en este sentido. Pero es conveniente referirse a la posición de filósofos os de muy alto prestigio entre los cristianos, a fin de apreciar cómo ellos tuvieron siempre presente la posibilidad de que se llegara a emplear lícitamente la violencia en contra de los que detentan el poder político.

   Los escolásticos españoles del Siglo de Oro, especialmente Vitoria y Suárez (apoyados ambos, en lo sustancial, en Santo Tomás de Aquino), consignaron el derecho de los súbditos a la resistencia contra el monarca cuando se dictaban o mantenían leyes injustas, y el derecho a resistir activamente un poder que se ejerciera en contra del bien común. Esto, expresado en tér­minos modernos, no es otra cosa que el derecho del pueblo a alzarse en contra de un sistema político o social injusto, que oprima a una parte considerable de los ciudadanos y que man­tenga de hecho desigualdades inicuas.

   Estos pensadores cuidaron de precisar –por cierto– que la resistencia activa (y en casos extremos, aun el tiranicidio) debía ser resuelta a través de representantes calificados del pueblo y con la mayor prudencia, a fin de que el empleo de la fuerza no fuera a acarrear mayores males que la tiranía que se intentaba derrocar.

Si vamos más atrás, todavía, observaremos en San Agustín una idea, que luego desenvolvió Lutero para extraer de ella otras consecuencias, consistente en que fue el pecado el que vino a introducir en las relaciones sociales humanas un poder coac­tivo, pues sin el pecado el poder social sería acatado libre y espontáneamente por los hombres.

   No debe olvidarse tampoco, en relación con el uso de la fuerza, que toda la doctrina tradicional de los teólogos católicos acerca de la guerra justa como una acción lícita, se basa en la tesis general de que es legítimo el empleo de la fuerza cuando se trata de luchar contra la injusticia.

¿LEGALIDAD 0 LEGITIMIDAD?

Inevitablemente el desarrollo del problema nos ha conduci­do a una discusión necesaria, que día a día adquiere mayor im­portancia y que ayuda a la comprensión de las dificultades. Se trata del distingo entre legalidad y legitimidad.

   En su sentido originario y propio, la legalidad debe ser concebida como un sistema de reglas jurídicas dictadas por la autoridad competente, que impone a los ciudadanos una nor­mativa de sus conductas en lo que interesa a la vida social. También se ha empleado el término con el significado de obediencia a preceptos jurídicos positivos estatuidos según el procedimiento usual y formalmente correctos (Max Weber). Así entendida, no habría de diferir de la legitimidad, en cuanto ésta enmarca las conductas humanas hacia las exigencias de la justicia y de un Derecho apropiado al bien del hombre y de la sociedad.

   Sin embargo, por razones históricas, originadas parcialmen­te en trastornos institucionales de algunos pueblos, ambos con­ceptos han ido adquiriendo una carga especial, suficiente para disociarlos y para atribuir a cada uno sentidos diversos.

   Así, se habla de legalidad para hacer referencia a un mero legalismo pragmático, privado de espíritu de justicia, que se expresa en puras formas externas, vacías de contenido social positivo, sin otro valor que el de haber sido emitidas por quien detenta el poder. Legitimidad, en cambio, es un término que continúa correspondiendo a normas que son manifestación de la razón y de la justicia, que reconocen las prerrogativas del ser humano y que son aptas para llevar a un orden social verdade­ro.

   En instantes de cambios políticos o sociales, las leyes que contienen el mandato del orden caduco y que no reflejan las necesidades del nuevo orden requerido, representarían la lega­lidad. La legitimidad se valoraría en función de la justicia de un procedimiento o actuación, considerada en su relación con los cambios necesarios.

   Dentro de esta nomenclatura, para los críticos del orden social capitalista y burgués, el derecho positivo existente sería en su mayor parte una legalidad vacua, en contra de la cual podría obrarse aun con empleo de la fuerza, en caso estrictamente necesario, si se procede con legítima disposición de reformar dicho orden para sustituirlo por otro basado en la razón y la justicia.

¿DEFENSORES 0 ATACANTES?

De lo que se ha expresado se infiere que la fuerza aplicada a la mantención de una organización social injusta, con arreglo a los cánones de una legalidad puramente formal, está contra la legitimidad. Esa fuerza es una violencia contra la justicia, en su más cabal sentido, por cuanto mantiene fuera de su posibilidad de realizarse a la natural tendencia humana a buscar formas sociales más racionales y justas.

   Toda consideración de la violencia en el plano social, por consiguiente, debe tomar en cuenta, primero, que puede haber violencia tanto de parte de los que apoyan el régimen estableci­do, como de los que lo atacan y, segundo, que será la justicia de las respectivas posiciones lo único que permitirá resolver cuán­do hay una violencia reprobable y cuándo hay un, uso legítimo de la fuerza.

   Violencia, por lo tanto, es algo que puede estar aplicando el mismo que lanza despectivamente la expresión en contra de un revolucionario que persigue la justicia, sin que la posición de aquél quede mejorada porque la imponga con el nombre de fuerza, mediante cuerpos armados al servicio de una pura legali­dad formal.

   Y esa violencia se aplicará con escaso riesgo y podrá estar animada de poco idealismo, lo que no abona mucho la gallardía de la posición.

Eduardo NOVOA MONREAL.
1968.

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